martes, 10 de noviembre de 2009

Praha



Fotografía del Puente Carlos .Praga


" El camino verdadero pasa por una cuerda, que no está extendida en alto, sino sobre el suelo. Parece preparada más para hacer tropezar, que para que se siga su rumbo.
Todos los errores humanos son fruto de la impaciencia. Interrupción prematura de un proceso ordenado, obstáculo artificial levantado al derredor de una realidad artificial.
A partir de cierto punto no hay retorno. Este es el punto que hay que alcanzar.
El poseer no existe, existe solamente el ser: ese ser que aspira hasta el último aliento, hasta la asfixia.
En un tiempo no podía comprender porqué no recibía respuesta a mi pregunta, hoy no puedo comprender como pude estar engañado hasta el extremo de preguntar. Pero no es que me engañase, preguntaba solamente.
Sólo temblor y palpitación fue su respuesta a la afirmación de que tal vez poseía pero no era.
"


Franz Kafka
Aforismos: Consideraciones acerca del pecado



Cartel de Alphonse Mucha

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Zena


"Me miraste con asombro. Yo te miré con todas mis fuerzas: “Reconóceme, ¡reconóceme de una vez!”, gritaba mi mirada, pero tus ojos me sonrieron cordiales e inconscientes. Me volviste a besar, pero no me reconociste. Me apresuré en llegar a la puerta porque sentía que acudían las lágrimas a mis ojos y no hacía falta que lo vieses. De tan impetuosamente como salí, en el recibidor por poco me choqué con Johann, tu sirviente. Con inmediata consideración y con su timidez característica, se echó hacia atrás, me abrió la puerta de un golpe para dejarme salir y entonces –en aquel segundo, ¿me oyes?- en el único segundo en que miré a aquel hombre envejecido, cuando le miré con los ojos llenos de lágrimas, de repente, se le iluminaron las pupilas. Sólo en un segundo, ¿me oyes?, en un segundo aquel viejo me reconoció, él, que no me había visto más desde que era una jovencita. Hubiese podido arrodillarme ante él por haberme reconocido y besarle las manos, pero sólo saqué los billetes de banco que me habías adjudicado y se los di."

"Carta de una desconocida".

Stefan Zweig





Fotografía de Sergey Loie

La conversación siempre aparecía cuando nos teníamos que despedir. A veces era en la parada del metro, otras mientras pagábamos los cafés en la barra pero siempre cuando llegaba el momento de decir adiós. Yo siempre lamentaba no poder hablar del tema más pausadamente. Me hubiera gustado reflexionar con ella las noticias que me daba de Lae, encajarlas antes de pronunciarme, pero era imposible. Zena con su apariencia de claridad y fortaleza, con su carácter seguro y su gran inteligencia se sentía confusa y sacaba aquel tema cuando estaba a punto de irse. Pensaba que su relación con Lae, aquella amiga común de la que yo nada sabía desde hacia tres años, tal vez más, la convertía de algún modo en culpable. Lae y yo habíamos construido durante algo más de cuatro años una intimidad infinita, que ambas creíamos indestructible y que el tiempo nos había demostrado falsa. El silencio se había instalado entre nosotras creando una escarcha infranqueable.
Zena estuvo mucho tiempo alejada de Lae por recelo. No se llamaban, no se encontraban casualmente, no se pensaban en la distancia. Sus vidas habían caído cada una a un lado del puente y habían pasado los inviernos, otoños, veranos y primaveras, sin que a penas se dieran cuenta. Hacía unos meses, tal vez medio año, había llegado el reencuentro. Zena había visitado a Lea en su negocio, un taller de ilustraciones de pájaros y fotografías de paisajes, había acudido a su casa y había conocido a su novia, una chica encantadora y tranquila según me la había definido. Una mujer sosegada que se había tragado un pedacito de vida. Lena se había mostrado muy agradecida por esa muestra de cariño y acogida que Zena le brindaba, a pesar de todo. Y ese a pesar de todo, lo había liberado en una conversación que como imagino había dirigido y orientado Zena.

Aquel día también estábamos a punto de despedirnos cuando ella dijo que hacía un par de tardes había visitado a Lae en su casa. Ella no estaba y la había recibido Elsa, acompañada de su madre. Zena me había dicho sorprendida que Lae vivía en la más absoluta cotidianeidad. Compartía casa con su suegra y con su madre que se había hecho un loft, cerca de la casa en la que vivía ella con Elsa. Las dos mujeres mayores ayudaban a Lea en el negocio y ella parecía feliz.

Zena había dicho que era una pena que Lea y yo nos hubiéramos perdido la una a la otra. No se refería a que el amor se hubiera evaporado sino a que no se hubiera transformado como tiene por costumbre hacer la energía. Y yo casi sin pensarlo había respondido que no me importaba que fuera así. Ya hacía mucho tiempo que me había acostumbrado a vivir sin ella. A penas aparecía ya en mis días, y casi menos en mis noches. Es cierto que algunos recuerdos me asaltaban de vez en cuando pero el tiempo había endurecido el polvo que sobre nuestra historia había ido cayendo y había formado una compacta capa que a estas alturas me daba pereza romper.

Zena miró el reloj y dijo que debía marcharse, el metro estaba a punto de partir. La vi meter el billete por la ranura y cruzar la valla metálica. Mientras se alejaba miré su espalda y seguí los pasos de sus zapatos. Pensé que deseaba romper con aquel conflicto que la visitaba cada vez que se ponía frente a Lea o frente a mí por separado y supe con certeza que ese tiempo había pasado.


Sola en casa releí un cuento que escribí para Lea hace muchos años y que recuerdo que provoco en ella un gracioso silencio. Uno de esos que le pican a una en la piel cuando lo sienten cerca. Se me encogió el corazón pensando en aquellos días de vida y lágrimas. Metí todos los recuerdos de Lea en una maleta y me tumbe en la cama sola. Por unos instantes creí volver a ser libre.


Fotografía de Sergey Loie

http://www.flickr.com/photos/34807938@NO6


lunes, 2 de noviembre de 2009

Nuestros muertos

Ilustración de Ana Juan


“Morir por ti era lo sencillo
- hasta el griego más simple puede hacerlo-
vivir, mi amor, era lo costoso,
y aún así yo te lo ofrezco.

El morir es bagatela,
pero el vivir incluye
una muerte multiforme,
sin el descanso de estar muerto.”


EMILI DICKINSON


Allí estaba, encima de una escalera, limpiando con un trapo la foto de mi abuela materna, fallecida cuando yo aún era una niña. Mis hermanas esperaban abajo, una sujetando los escalones metálicos que se estremecían con mis movimientos y la otra arreglando las flores que habíamos traído. Cada año desde niñas visitábamos a nuestros muertos, entonces, en nuestra infancia lo hacíamos con mi padre, que nos explicaba la genealogía de nuestros antepasados.

- Ese estaba casado con esa, que era hermana de la abuela y son los padres de ese y ese otro.
- ¿Y esa mujer papá?
- Esa es la bisabuela.

De todos ellos desconocíamos la historia, porque mi padre no hablaba demasiado de ello y ahora con el tiempo me doy cuenta de que hemos olvidamos también el parentesco, tan sólo podemos asegurar quienes son nuestros abuelos.

Rafaela la madre de mi madre había muerto siendo nosotras muy niñas. Según me han contado lloré desconsoladamente su pérdida. Lo hacía en sueños y por las mañanas, al despertar le pedía a Dios que si la tenía con él, como todos decían, la dejara bajar un rato del cielo para que yo la viera y pudiera abrazarla. Prometía que sería muy poco tiempo, el justo para besarla. Para mi madre fueron meses muy duros pues no sólo había perdido a la persona más importante de su vida sino que su hija lloraba constantemente y se empeñaba en enfadarse con Dios por no escuchar sus suplicas.

Desde abajo la lápida no parecía estar muy alta pero todo cambiaba desde arriba. Eran cuatro los pisos de nichos y la abuela estaba en el cuarto, lo que podríamos llamar el ático. Tal vez el vértigo era miedo a la proximidad de la muerte, pero era indudable que conforme uno se acercaba al último escalón se le aturdían los sentidos.
El cementerio era un inmenso laberinto de calles, secciones y números que cada año parecían moverse de lugar. La gente deambulaba con las flores para sus muertos intentando orientarse.

- Nos hemos pasado de calle.
- No, el año pasado fuimos por aquí, ¿no recuerdas la tumba de esa pareja con esa foto tan inmensa?
- Pero si la sección es la AH y ahí pone…

De la tumba de la abuela Rafaela íbamos a la tumba de mis abuelos paternos, Alberto y Concha. Por el camino siempre hablábamos de lo mismo, año tras año la conversación volvía a nosotras y se reproducía con exactitud. Nos perdíamos, volvíamos sobre nuestros pasos, dudábamos y finalmente dábamos con el lugar exacto. Casi siempre era la buena orientación de mi hermana la que con su brújula invisible nos acercaba a la familia fallecida.
La tumba de los abuelos estaba en el tercer piso, junto a la de cuatro jóvenes estudiantes nacionales y su profesor, caídos durante la guerra civil. Las lápidas formaban un mosaico, una cruz de mármol blanco custodiada por unos ángeles y normalmente, banderas de España adornaban las flores que sus conocidos les llevaban. El estudiante más viejo tenía 22 años y el más joven 18.

Puestas las flores y limpio el mármol gris de la lápida nos parábamos unos minutos a observar y seguíamos el camino. Nos cruzábamos con familias gitanas que habían sepultado en claveles a sus difuntos. Ellos si parecían ser conscientes de su visita pues la escenificaban como tal.
Solían llevar sillas plegables y se sentaban allí frente a sus familiares como si tomarán la fresca con ellos. Niños pequeños correteando, carros de bebés en los que críos de 12 o 14 años se sentaban a jugar con sus consolas. Eran curiosas nuestras diferencias.

Con el sol dándonos en la cara, recordábamos con intensidad a mi padre. Él era el que nos hacía aguardar bajo las tumbas unos instantes, eran los minutos de respeto que ofrecía a los muertos. Parecíamos meternos en su recuerdo poco a poco.

Y entonces llegaba el momento más difícil, el que nos transportaba a aquel 8 de febrero de 1993, que quedó suspendido en nuestras vidas y del que normalmente no hablábamos. Íbamos hacía la puerta de salida y buscábamos la sección AV, el primer nicho de la fila vertical 155. Y una vez allí, frente a su foto, en la que aparecía hinchado, el tiempo se detenía para las tres y paraba nuestro corazón. Aguantábamos las lágrimas como podíamos, no parecía que hubieran pasado tantos años. Ella mi hermana lamentaba que Papá no hubiera conocido a sus hijos. A mí una daga invisible me troceaba las entrañas jugando a convertirlas en un puzzle. Y la pequeña como ausente apretaba la rosa roja de plumas que días antes le había comprado al que lamentaba no haber podido decirle adiós.