lunes, 2 de noviembre de 2009

Nuestros muertos

Ilustración de Ana Juan


“Morir por ti era lo sencillo
- hasta el griego más simple puede hacerlo-
vivir, mi amor, era lo costoso,
y aún así yo te lo ofrezco.

El morir es bagatela,
pero el vivir incluye
una muerte multiforme,
sin el descanso de estar muerto.”


EMILI DICKINSON


Allí estaba, encima de una escalera, limpiando con un trapo la foto de mi abuela materna, fallecida cuando yo aún era una niña. Mis hermanas esperaban abajo, una sujetando los escalones metálicos que se estremecían con mis movimientos y la otra arreglando las flores que habíamos traído. Cada año desde niñas visitábamos a nuestros muertos, entonces, en nuestra infancia lo hacíamos con mi padre, que nos explicaba la genealogía de nuestros antepasados.

- Ese estaba casado con esa, que era hermana de la abuela y son los padres de ese y ese otro.
- ¿Y esa mujer papá?
- Esa es la bisabuela.

De todos ellos desconocíamos la historia, porque mi padre no hablaba demasiado de ello y ahora con el tiempo me doy cuenta de que hemos olvidamos también el parentesco, tan sólo podemos asegurar quienes son nuestros abuelos.

Rafaela la madre de mi madre había muerto siendo nosotras muy niñas. Según me han contado lloré desconsoladamente su pérdida. Lo hacía en sueños y por las mañanas, al despertar le pedía a Dios que si la tenía con él, como todos decían, la dejara bajar un rato del cielo para que yo la viera y pudiera abrazarla. Prometía que sería muy poco tiempo, el justo para besarla. Para mi madre fueron meses muy duros pues no sólo había perdido a la persona más importante de su vida sino que su hija lloraba constantemente y se empeñaba en enfadarse con Dios por no escuchar sus suplicas.

Desde abajo la lápida no parecía estar muy alta pero todo cambiaba desde arriba. Eran cuatro los pisos de nichos y la abuela estaba en el cuarto, lo que podríamos llamar el ático. Tal vez el vértigo era miedo a la proximidad de la muerte, pero era indudable que conforme uno se acercaba al último escalón se le aturdían los sentidos.
El cementerio era un inmenso laberinto de calles, secciones y números que cada año parecían moverse de lugar. La gente deambulaba con las flores para sus muertos intentando orientarse.

- Nos hemos pasado de calle.
- No, el año pasado fuimos por aquí, ¿no recuerdas la tumba de esa pareja con esa foto tan inmensa?
- Pero si la sección es la AH y ahí pone…

De la tumba de la abuela Rafaela íbamos a la tumba de mis abuelos paternos, Alberto y Concha. Por el camino siempre hablábamos de lo mismo, año tras año la conversación volvía a nosotras y se reproducía con exactitud. Nos perdíamos, volvíamos sobre nuestros pasos, dudábamos y finalmente dábamos con el lugar exacto. Casi siempre era la buena orientación de mi hermana la que con su brújula invisible nos acercaba a la familia fallecida.
La tumba de los abuelos estaba en el tercer piso, junto a la de cuatro jóvenes estudiantes nacionales y su profesor, caídos durante la guerra civil. Las lápidas formaban un mosaico, una cruz de mármol blanco custodiada por unos ángeles y normalmente, banderas de España adornaban las flores que sus conocidos les llevaban. El estudiante más viejo tenía 22 años y el más joven 18.

Puestas las flores y limpio el mármol gris de la lápida nos parábamos unos minutos a observar y seguíamos el camino. Nos cruzábamos con familias gitanas que habían sepultado en claveles a sus difuntos. Ellos si parecían ser conscientes de su visita pues la escenificaban como tal.
Solían llevar sillas plegables y se sentaban allí frente a sus familiares como si tomarán la fresca con ellos. Niños pequeños correteando, carros de bebés en los que críos de 12 o 14 años se sentaban a jugar con sus consolas. Eran curiosas nuestras diferencias.

Con el sol dándonos en la cara, recordábamos con intensidad a mi padre. Él era el que nos hacía aguardar bajo las tumbas unos instantes, eran los minutos de respeto que ofrecía a los muertos. Parecíamos meternos en su recuerdo poco a poco.

Y entonces llegaba el momento más difícil, el que nos transportaba a aquel 8 de febrero de 1993, que quedó suspendido en nuestras vidas y del que normalmente no hablábamos. Íbamos hacía la puerta de salida y buscábamos la sección AV, el primer nicho de la fila vertical 155. Y una vez allí, frente a su foto, en la que aparecía hinchado, el tiempo se detenía para las tres y paraba nuestro corazón. Aguantábamos las lágrimas como podíamos, no parecía que hubieran pasado tantos años. Ella mi hermana lamentaba que Papá no hubiera conocido a sus hijos. A mí una daga invisible me troceaba las entrañas jugando a convertirlas en un puzzle. Y la pequeña como ausente apretaba la rosa roja de plumas que días antes le había comprado al que lamentaba no haber podido decirle adiós.

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