miércoles, 4 de noviembre de 2009

Zena


"Me miraste con asombro. Yo te miré con todas mis fuerzas: “Reconóceme, ¡reconóceme de una vez!”, gritaba mi mirada, pero tus ojos me sonrieron cordiales e inconscientes. Me volviste a besar, pero no me reconociste. Me apresuré en llegar a la puerta porque sentía que acudían las lágrimas a mis ojos y no hacía falta que lo vieses. De tan impetuosamente como salí, en el recibidor por poco me choqué con Johann, tu sirviente. Con inmediata consideración y con su timidez característica, se echó hacia atrás, me abrió la puerta de un golpe para dejarme salir y entonces –en aquel segundo, ¿me oyes?- en el único segundo en que miré a aquel hombre envejecido, cuando le miré con los ojos llenos de lágrimas, de repente, se le iluminaron las pupilas. Sólo en un segundo, ¿me oyes?, en un segundo aquel viejo me reconoció, él, que no me había visto más desde que era una jovencita. Hubiese podido arrodillarme ante él por haberme reconocido y besarle las manos, pero sólo saqué los billetes de banco que me habías adjudicado y se los di."

"Carta de una desconocida".

Stefan Zweig





Fotografía de Sergey Loie

La conversación siempre aparecía cuando nos teníamos que despedir. A veces era en la parada del metro, otras mientras pagábamos los cafés en la barra pero siempre cuando llegaba el momento de decir adiós. Yo siempre lamentaba no poder hablar del tema más pausadamente. Me hubiera gustado reflexionar con ella las noticias que me daba de Lae, encajarlas antes de pronunciarme, pero era imposible. Zena con su apariencia de claridad y fortaleza, con su carácter seguro y su gran inteligencia se sentía confusa y sacaba aquel tema cuando estaba a punto de irse. Pensaba que su relación con Lae, aquella amiga común de la que yo nada sabía desde hacia tres años, tal vez más, la convertía de algún modo en culpable. Lae y yo habíamos construido durante algo más de cuatro años una intimidad infinita, que ambas creíamos indestructible y que el tiempo nos había demostrado falsa. El silencio se había instalado entre nosotras creando una escarcha infranqueable.
Zena estuvo mucho tiempo alejada de Lae por recelo. No se llamaban, no se encontraban casualmente, no se pensaban en la distancia. Sus vidas habían caído cada una a un lado del puente y habían pasado los inviernos, otoños, veranos y primaveras, sin que a penas se dieran cuenta. Hacía unos meses, tal vez medio año, había llegado el reencuentro. Zena había visitado a Lea en su negocio, un taller de ilustraciones de pájaros y fotografías de paisajes, había acudido a su casa y había conocido a su novia, una chica encantadora y tranquila según me la había definido. Una mujer sosegada que se había tragado un pedacito de vida. Lena se había mostrado muy agradecida por esa muestra de cariño y acogida que Zena le brindaba, a pesar de todo. Y ese a pesar de todo, lo había liberado en una conversación que como imagino había dirigido y orientado Zena.

Aquel día también estábamos a punto de despedirnos cuando ella dijo que hacía un par de tardes había visitado a Lae en su casa. Ella no estaba y la había recibido Elsa, acompañada de su madre. Zena me había dicho sorprendida que Lae vivía en la más absoluta cotidianeidad. Compartía casa con su suegra y con su madre que se había hecho un loft, cerca de la casa en la que vivía ella con Elsa. Las dos mujeres mayores ayudaban a Lea en el negocio y ella parecía feliz.

Zena había dicho que era una pena que Lea y yo nos hubiéramos perdido la una a la otra. No se refería a que el amor se hubiera evaporado sino a que no se hubiera transformado como tiene por costumbre hacer la energía. Y yo casi sin pensarlo había respondido que no me importaba que fuera así. Ya hacía mucho tiempo que me había acostumbrado a vivir sin ella. A penas aparecía ya en mis días, y casi menos en mis noches. Es cierto que algunos recuerdos me asaltaban de vez en cuando pero el tiempo había endurecido el polvo que sobre nuestra historia había ido cayendo y había formado una compacta capa que a estas alturas me daba pereza romper.

Zena miró el reloj y dijo que debía marcharse, el metro estaba a punto de partir. La vi meter el billete por la ranura y cruzar la valla metálica. Mientras se alejaba miré su espalda y seguí los pasos de sus zapatos. Pensé que deseaba romper con aquel conflicto que la visitaba cada vez que se ponía frente a Lea o frente a mí por separado y supe con certeza que ese tiempo había pasado.


Sola en casa releí un cuento que escribí para Lea hace muchos años y que recuerdo que provoco en ella un gracioso silencio. Uno de esos que le pican a una en la piel cuando lo sienten cerca. Se me encogió el corazón pensando en aquellos días de vida y lágrimas. Metí todos los recuerdos de Lea en una maleta y me tumbe en la cama sola. Por unos instantes creí volver a ser libre.


Fotografía de Sergey Loie

http://www.flickr.com/photos/34807938@NO6


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