martes, 1 de diciembre de 2009

Vacío y sin vida




Fotografía de Frantisek Drtikol

Las cortinas semicerradas del dormitorio dejaban entrar una luz lúgubre que rozaba la blanca piel de su esposa y la hacia brillar como una estrella fluorescente. Desde la puerta con la cabeza apoyada en la madera, aún con su uniforme de vigilante nocturno, él observaba tiernamente la escena, deleitándose en los movimientos de la respiración de su amada esposa.

El crujir de la madera hizo que la durmiente se moviera y sacara un brazo de entre las sábanas, que girara sobre si misma y abrazara el remolino de tela blanca. Con aquel movimiento esculpió la figura de otro cuerpo, otra figura dormida, claramente masculina, que surgió repentinamente de la nada.

Cerró con sigilo la puerta de la habitación y dio un paso atrás. Con parsimonia bajo las escaleras. Entró en la biblioteca y se sentó en su sillón de orejas. Durante unos minutos dejó pasear sus ojos por los libros que dormían en la estantería. Los sentidos parecían haberse evaporado, no apreciaba aquel olor a polvo que solía acompañar a sus letrados amigos, los incunables no le provocaban ninguna satisfacción. Se acercó al mueble bar y se puso un whisky y el líquido bajo por su garganta sin sabor alguno.
La ventana estaba abierta y las cortinas se agitaron violentamente y sin embargo un ambiente calmo parecía rodearle, como si estuviera atrapado en una pecera transparente que le aislaba de todo, incluso de si mismo. Supuso que era víctima del shock violento al que acababa de sobrevivir, no encontraba otra explicación a su insensibilidad tras el doloroso descubrimiento.
¿Por qué había algo más cruel que aquella traición?

Necesito darle una oportunidad a su vida, rememoró su visión y dudo de si mismo, tal vez había sido engañado por sus ojos, ¿habría imaginado la figura de aquel hombre abrazado por su esposa como imaginaba formas en las nubes que se hallaban en el cielo? No consiguió convencerse.

Dio cuerda a su memoria y poco a poco fue recordando todos los momentos felices que había pasado junto a ella y todos fueron apareciendo fríos y vacuos, nada parecía importarle ya. Los pensamientos correteaban de un lado a otro de su cerebro, del lóbulo derecho al izquierdo, del izquierdo al derecho, y rebotaban de uno a otro como en una partida de paddel contra si mismo.


¿Qué hacer?, pensó. ¿Debía subir las escaleras y despertarles?, ¿sobresaltar sus tranquilos sueños y hacerles caer en esa insensible pesadilla de la que parecía ser víctima?
No, ¿que sentido tenía?, no sería peor ver los ojos de ella marchitados por la culpa. Ver la cara del amante desafiándole ante ella, humillándole.
¿En que lugar quedaría él?, con el rostro cansado después de la dura jornada de trabajo, los ojos rodeados por inmensas bolsas de color violáceo y esa expresión tonta que seguro que aún no se había borrado del rostro.

No, debía acercarse sigilosamente y tapar el rostro de su enemigo con el cojín de flores del sillón de mimbre, ese que ella había bordado para él. Sería cuestión de unos minutos y después todo habría acabado. Escondería el cadáver bajo la cama. Cuando saliera el sol su esposa despertaría abrazada a él y ambos se mirarían a los ojos y guardarían silencio. Él entendería su sorpresa pero callaría, ese sería su secreto.
La idea se afianzó en su cabeza y le convenció.

Volvió a abrir la puerta de la habitación. Se quitó los zapatos y la ropa que dejó sobre el arcón. Buscó infructuosamente su pijama. Un leve movimiento de su esposa le hizo desistir, debía darse prisa si quería que todo fuera según lo había planeado.
Desnudo, tomó el cojín de flores y se acercó a la cama, con cuidado apartó la sabana de la cara del hombre y con espanto se descubrió en él, acostado en su cama, inerte, sin vida, con la boca entre abierta. Él era el amante, él su enemigo. El despertador digital parpadeo al cambiar de hora, descubrió entonces que era jueves, su día libre y sonrió.
El silencio se hizo más profundo y con claridad pudo escuchar una única respiración, la de su esposa, a quién miró.
Los primeros rayos de sol pronto cruzarían la habitación y encontrarían el rostro de ella y la despertarían del sueño para descubrirle su muerte, la muerte de su amado esposo.
Se sentó en la cama y se miró a si mismo, mientras esperaba que amaneciera.

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